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Carlos, tu dedicación al cuidado de la naturaleza y tu incansable espíritu aventurero me recuerdan a mí mismo en mi juventud. Por tu valentía y compromiso con nuestro planeta, te otorgo este símbolo especial de explorador honorario.

Un anciano médico, después de cincuenta años de servicio, atendía a su último paciente. —La medicina cura el cuerpo, pero el amor sana el alma —susurró mientras guardaba su estetoscopio. Sus ojos brillaban con la sabiduría de miles de historias vividas.

Para mis queridos nietos Carlos, María y Anita, para mi hija Carmen, y para todos mis sobrinos, que Dios les dé mucha salud y bendiciones. Estoy muy agradecido por tener una familia tan hermosa y unida.

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Cuando uno está en el negocio, la vida normal no existe. Yo rezaba a la Virgen antes de cada trabajo, era una costumbre nuestra. El dinero llegaba fácil, pero la tranquilidad nunca. En esa época, matar se volvió tan normal como respirar en Medellín.

¡En mis tiempos, los médicos te curaban con sanguijuelas! ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Una vez trabajé como probador de sombreros en Paraguay... ¿o era Panama? ¡No importa! Lo que importa es que conocí a Roosevelt... ¿o era mi tío Herbert? ¡Necesito mis pastillas!

Era una tarde de otoño cuando Clara le preguntó a su abuelo por qué las hojas cambiaban de color. El abuelo sonrió y le dijo: "Como nosotros, pequeña, las hojas nos enseñan que los cambios son parte de la vida, y que hasta lo que cae puede ser hermoso."

Miren qué bonito es ver crecer a la familia. ¿Saben? Cuando era joven nunca pensé que llegaría a ver tantos nietos. Y ahora, ay Dios mío, cada vez que vienen todos juntos, mi corazón se llena de alegría. Qué bendición tan grande.