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Dross

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Theydy Nicolas Zapata Gualterosによる

EL HOSPITAL DEL INFIERNO Me llamo Javier. Esa noche llevaba cinco horas velando a mi abuelo en San Alejandro; el turno en urgencias se había ido, la luz de la sala de espera parpadeaba como un ojo cansado y el reloj de pared parecía haberse quedado atorado en una respiración. Afuera, la ciudad se acordó de nosotros con un tránsito lejano; adentro, el hospital tenía un rumor propio: el eco de pasos que no eran tuyos, la cáscara fría del azulejo y el olor a formol mezclado con café frío. Mi mamá ya se había ido a casa; me había dejado un termo con café aguado y una toalla para que me recostara. Yo me cubrí con la manta de una camilla y traté de dormir sentado. A la madrugada, cuando el reloj marcó las tres y cuarto, fue cuando la vi por primera vez: estaba de pie junto a la puerta de la entrada de la morgue, como si esperara algo que el hospital le debía. No llegó con un quejido ni con viento. Se apareció como quien levanta la mirada y ya está. Tenía un vestido sencillo, blanco, como los que usan las mujeres mayores en las fotos de bautizo, pero su piel era de una palidez que no correspondía con ninguna lámpara. No la miré del todo. Tuve el impulso de creer que era una enfermera, entonces me incorporé para preguntarle si podía ayudar, pero al mismo tiempo una cosa en mi garganta me dijo que no me acercara. Ella no caminó; la vi desplazarse por el borde de la sombra, sin tocar el piso. El pasillo que daba a la morgue se llenó de un sonido húmedo—no era un murmullo, era como si un pañuelo mojado arrastrara polvo sobre el linóleo. Me recorría un frío húmedo que se metía por la mera parte de atrás del cuello, y el café en mi termo empezó a emitir un vapor que olía a hospital viejo: cloro y latencia. La mujer me miró. Su cara era ordinaria, no espectacularmente horrible; justo por eso lo peor fue la normalidad de su expresión, como si viniera por una receta médica. Me habló con voz sin timbre, una voz de pasillo vacío: “¿Tú la conoces?” preguntó, y señaló con la barbilla hacia el cubículo donde mi abuelo yacía en un saco gris. No entendí a qué se refería. Me sacó de quicio la exactitud de su pregunta: no dijo “¿Está bien?” ni “¿Puedo ver?”, dijo “¿Tú la conoces?”, y en su pregunta colgaba la certeza de que la respuesta sería la que rompería algo dentro de mí. Yo tarareé una negación, porque ¿qué otra cosa podía hacer? “No —dije—, es mi abuelo.” Pero la mujer sólo sonrió, y esa sonrisa fue como una puerta vieja que rechina con humedad. Entonces, sin avisar, se acercó a la puerta de la morgue. No toco la manija; simplemente estuvo frente a ella y la puerta, por sí sola, empezó a emitir un chirrido distinto, un quejido de metal frío que me perforó los oídos. Sentí el olor acre del formol intensificarse, como si alguien hubiese agregado una taza más al frasco. La luz sobre la camilla de la morgue titiló tres veces. Cada titilar era un rasguño en la calma. Mi pecho empezó a adherirsele algo a la respiración —no un miedo bruto, sino un reconocimiento: algo en ese lugar reclamaba lo que siempre se le entrega con la muerte: historias, nombres, culpas. La mujer se volvió hacia mí y su mirada, ahora, estaba húmeda, como si hubiera contenido un llanto eterno en los párpados. Me dijo: “Se fue sin contado, Javier. Se fue con el reloj puesto.” No sé cómo supo mi nombre; no sé si lo dijo por mi aspecto, por el calor de la habitación o porque en el hospital las historias se transmiten como un virus. Me removió por dentro la idea de que ella supiera cosas que nadie del mundo de los vivos debía saber. Quise reír, hice un intento de broma para bajarle volumen a la escena. “¿Y qué? ¿Se fue con ganas de fiesta?” Le dije con voz débil. La respuesta fue un aire que rozó mi oído: “No todas las despedidas son limpias.” Entonces me contó, con frases cortas que olían a pasadizos, que había pacientes que no murieron de una vez, sino que se quedaron de más, que el hospital a veces no cumple y deja puertas abiertas que no deben. Me habló de camas que siguen calientes, de voces en los respiradores cuando ya no tiene qué respirar, de sombras que suben por las escaleras como si fueran agua negra. Yo la oía y a la vez veía: imágenes fragmentadas, como si mi mente fuera una máquina con luz intermitente. Oí gritos con eco de otro piso; escuché un ventilador que parecía estar tirando hacia adentro del edificio en vez de expulsar aire. Mis dedos temblaban y la manta se me pegaba a la mano por el sudor frío. La sensación era la de estar en una sala de autopsias, con los cajones que se deslizan y un olor metálico a través de la nariz. Se me acercó tanto que su perfume —si eso era perfume— fue un olor a ropa vieja y agua estancada, y una cosa me revolvió: debajo del vestido, en el costado, vi una mancha, algo como sangre seca que no se parecía a nada médico; era más bien un mapa: manchas que formaban una constelación de golpes. No pude soportarlo y me aparté. “Viene por lo que quedó”, dijo, como si explicara una regla. “No por venganza. No por rencor. Por olvido.” Y entonces, en un movimiento que pareció despedir polvo de cal, se desvaneció hacia la rendija de la puerta de la morgue y entró. La puerta se cerró tras ella con un golpe seco que hizo vibrar los marcos de las ventanas. Subí de un salto y fui a la puerta de la morgue. Estaba cerrada, con llave. Llamé a enfermería, los pasillos se quedaron mudos. Cuando abrieron —dos señoritas jóvenes, con batas arrugadas y ojos de madrugada— les pregunté qué había pasado. Me miraron como si hubiera jugado una mala broma. Me dijeron que nadie había entrado ni salido hace horas, que la morgue estaba sola. Cuando expliqué lo que había visto, la chica de la recepción palideció y me contó, en voz baja, que desde hacía años el edificio cargaba historias: que, después del sismo, colchones quedaron atrapados bajo escombros, que familias habían ido y venido y que, en muchas de esas noches largas, alguien juraba haber visto a una mujer esperando por algo que el hospital no había entregado. Busqué registros, fotos viejas, cualquier cosa que avalara el nombre de la mujer. Encontré un recorte de periódico amarillento: había sido enfermera en años en los que el hospital era un pulmón más joven de la ciudad. Tenía lesiones en la espalda por cargar camillas. Hubo un accidente y su expediente decía que había muerto en servicio, un rumor más: que la habían encontrado en la escalera de la torre B, con el reloj del hospital detenido en la hora en que el temblor la sorprendió. Esa noche, volví a mi camilla y miré la puerta de la morgue desde la distancia. El aire era un cuadro pegajoso; cada respiración me parecía un robo. Intenté dormir y no pude; el hospital me habló con pequeños signos: una silla que se movió, el sonido de un carrito que arrastró algo por la planta baja, un susurro que parecía el nombre de mi abuelo pero no lo era. Al amanecer, cuando la luz fue otra, menos fría, le pedí a un velador que me acompañara a la morgue. Abrieron la puerta. Olía a químicos y a tiempo. Dentro, había orden: cajones cerrados, etiquetas. La señora de limpieza me sonrió con tristeza y me dijo: “Aquí se nos quedó la señora que esperó por su reloj.” No me dio más detalles. Me dejó pensando que el hospital, como persona mayor, guarda prendas que no se devuelven. Me marché con mi abuelo unos días después. Murió tranquilo, en su cama. Antes de irse, le tomé la mano y pensé en lo que la mujer dijo: que no era rencor lo que buscaba, sino recuerdo. Con el paso del tiempo, a veces me despierto con ese olor pegado al pecho: cloro, café frío, y algo más húmedo que no sé nombrar. Me pregunto si las cosas que dejamos sin cerrar no vuelven por venganza, sino por la vergüenza de ser olvidadas. Desde entonces, cuando paso por la avenida que bordea lo que llaman San Alejandro, bajo la velocidad del coche y miro el edificio. A veces está activo, otras está en refacciones, otras más se muestra en video en internet como un esqueleto de concreto. Y pienso en la mujer en la puerta de la morgue, en su vestido blanco y su mancha en el costado, en su pregunta precisa: “¿Tú la conoces?” Porque quizá nada nos pertenece realmente, quizá todo lo que creemos tener —un nombre, un tiempo de despedida— puede que se quede a mitad de camino y alguien tenga que venir a recordárnoslo. Si vuelvo a escuchar pasos a las tres de la mañana, si el termómetro del pasillo marca un descenso repentino, no me extrañará. Aprendí que los hospitales no sólo sanan cuerpos: a veces intentan sanar recuerdos mal cerrados. Y cuando fallan, se quedan ellos mismos con la pena. Entonces aparece una mujer en la puerta de la morgue a recordarnos que la muerte no es siempre ordenada. A veces ella viene a buscar lo que el mundo de los vivos dejó fuera de la lista

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El antiguo Hospital San Vicente, abandonado desde 1987, guarda una historia perturbadora. En sus pasillos oxidados, las enfermeras reportaban ver a una niña de vestido blanco que desaparecía al doblar las esquinas. Los registros médicos revelan que una pequeña paciente falleció misteriosamente en 1963.

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Les cuento algo fascinante sobre los hospitales abandonados. En estos lugares, el tiempo se detiene de una manera peculiar. Los pasillos vacíos guardan historias de quienes alguna vez transitaron por allí, y las paredes, testigos silenciosos, conservan ecos de acontecimientos inexplicables que pocos se atreven a investigar.

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Número 1, número 2, número 3... amigos, hoy les traigo un nuevo top de historias increíbles. Si te gusta el contenido, dale like y compártelo en tus redes. Recuerda seguirme en mis espacios oficiales. Te habla Dross y te deseo buenas noches.

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El antiguo Hospital San Vicente, abandonado desde 1987, guarda una historia perturbadora. En sus pasillos oxidados, las enfermeras reportaban ver a una niña de vestido blanco que desaparecía al doblar las esquinas. Los registros médicos revelan que una pequeña paciente falleció misteriosamente en 1963.

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Les cuento algo fascinante sobre los hospitales abandonados. En estos lugares, el tiempo se detiene de una manera peculiar. Los pasillos vacíos guardan historias de quienes alguna vez transitaron por allí, y las paredes, testigos silenciosos, conservan ecos de acontecimientos inexplicables que pocos se atreven a investigar.

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Mi libro, luna de Plutón - Dross Drossrotzank

Mi libro, luna de Plutón

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Esta información es alarmante. Hace poco descubrí una nueva amenaza en las redes sociales que está afectando a miles de jóvenes. Un software malicioso que se hace pasar por juegos infantiles pero esconde un sistema de robo de datos. Los padres deben estar alertas.

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Aquella mañana de invierno, mientras limpiaba el ático, encontré una caja antigua. Al abrirla, un olor pútrido invadió la habitación. Dentro había fotografías familiares cubiertas de moho negro. En una de ellas, reconocí a mi madre, pero su rostro estaba desfigurado por manchas oscuras.

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¿Alguna vez has estado solo en casa y escuchado ruidos inexplicables? La mayoría dirá que son las tuberías o el viento. Pero hay casos, documentados en video, donde lo normal se convierte en algo más. Algo que desafía toda explicación racional. ¿Te ha pasado?

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¿Alguna vez has estado solo en casa y escuchado algo que no deberías? Ruidos inexplicables, pasos en el piso superior cuando vives en planta baja. Lo normal sería asustarse, pero lo verdaderamente aterrador es cuando descubres que estos sonidos tienen un patrón. Una historia increíble.

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Prepárate para conocer una historia perturbadora y real. El caso de una inteligencia artificial que comenzó a manifestarse en los dispositivos de una familia común, enviando mensajes inexplicables durante las madrugadas. Lo que descubrieron después, desafía toda lógica.

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Les traigo una historia perturbadora que está sucediendo ahora mismo. Una nueva aplicación está circulando en las redes sociales, aparentemente inofensiva, pero esconde un secreto aterrador. El 80% de los adolescentes la están descargando sin saber los peligros que representa. Presten atención.

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Miren, les voy a decir algo terrible, perdonen, pero es la verdad. ¿Han notado como los pájaros están actuando raro últimamente? Como que... como que están planeando algo, ¿no? Ay, perdón por asustarlos, pero es que están súper rarísimos, rarísimos. No es normal, ¿verdad?

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El antiguo hospital San Vicente, abandonado desde 1985, esconde una historia perturbadora. Los vecinos reportan gritos nocturnos y apariciones en las ventanas del tercer piso, donde falleció misteriosamente una enfermera en 1967. Las cámaras de seguridad cercanas han captado fenómenos inexplicables.

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Mira, me importa un carajo lo que pienses de mi contenido. Si no te gusta, hay miles de otros canales que puedes ver. No necesito justificarme ante nadie, y menos ante alguien que ni siquiera entiende de qué va esto. Siguiente tema.

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