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HISTORIA DE TERROR Mi tío abuelo Julián fue el último guardián del viejo faro de San Hilario, un sitio olvidado por todos, clavado entre la niebla y el mar. Desde niño me gustaba visitarlo en los veranos, aunque había algo en ese lugar que siempre me oprimía el pecho… como si el aire allí no quisiera ser respirado. Julián era un hombre callado. Dormía poco, y solía pasar las noches mirando al horizonte con un vaso de ron entre las manos. Decía que el mar recordaba cosas que los hombres preferían olvidar. Una noche, cuando yo tenía quince años, me contó algo que me cambió para siempre. Me dijo que, durante la dictadura, él no era farero, sino guardacostas. En una noche tormentosa, interceptaron una lancha con refugiados. Entre ellos, había una mujer con un niño de apenas seis años. Su superior le ordenó que hundiera la embarcación para “eliminar testigos”. Julián se negó, pero el capitán le puso el arma en la cabeza y le dijo que lo haría él si no obedecía. Y lo hizo. Disparó. Y vio cómo el bote desaparecía entre las olas, junto con los gritos. —Desde entonces —me dijo con la mirada perdida—, el faro nunca volvió a estar solo. A veces lo escuchaba llorar por las noches, gritando cosas que me helaban la sangre: “¡Perdónenme, por favor! ¡No los quise matar!” Con los años, sus gritos se hicieron más constantes. Decía que, cada vez que encendía la linterna del faro, veía siluetas en el agua, flotando, mirándolo con los ojos abiertos. La noche que murió hubo un apagón en el pueblo. El faro, que llevaba décadas sin funcionar, se encendió solo. Yo subí hasta la cima, impulsado por una mezcla de miedo y curiosidad. Dentro, el aire era espeso, olía a sal y herrumbre. Vi la mecedora de mi tío balanceándose lentamente. Me acerqué y toqué el respaldo. Estaba caliente. Entonces escuché su voz, detrás de mí, temblorosa y cercana: —Diles que ya voy con ellos. Me giré… Y lo vi. Mi tío, empapado, con el uniforme antiguo pegado al cuerpo, y tres figuras tras él: una mujer, un niño, y un hombre sin rostro, todos tomándolo de los brazos mientras una corriente invisible los arrastraba hacia la oscuridad del faro. No gritó. No pidió ayuda. Solo me miró y sonrió con tristeza antes de desaparecer en la negrura. Nunca le conté eso a nadie. Pero a veces, cuando duermo cerca del mar, escucho el sonido de una linterna encendiéndose… y una voz que me llama por mi nombre.