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Sentada en el balcón de su apartamento, Valeria contemplaba el atardecer mientras las primeras estrellas aparecían en el cielo violeta. El aroma del café recién hecho y el sonido distante de la ciudad la envolvían en un momento de perfecta serenidad.
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Valeria caminaba sin prisa por el parque las golondrinas, disfrutando del sonido del viento entre los árboles y el murmullo lejano de las conversaciones ajenas. Nunca imaginó que ese día su vida daría un giro inesperado.
Carlos apareció en su camino con una sonrisa tímida y una mirada que reflejaba curiosidad. Era un joven muy diferente a ella, con una forma de pensar opuesta, pero de alguna manera eso lo hacía intrigante. Al principio, su conversación fue casual, sencilla, pero con cada palabra descubrieron que, a pesar de sus diferencias, había algo que los mantenía hablando. Se perdieron en sus historias, en sus risas, en el brillo de sus ojos, hasta que la tarde cayó sin que se dieran cuenta.
—Se hizo tarde… —dijo Valeria con una sonrisa nerviosa.
—Sí, el tiempo pasó volando —respondió Carlos.
Intercambiaron números antes de despedirse, sin saber que aquella simple acción los uniría por meses. Sus conversaciones se volvieron diarias, sus mensajes interminables. Poco a poco, la amistad se transformó en algo más profundo, más intenso. Llegaron las primeras citas, los momentos compartidos, las confesiones a media luz. Se conocieron en alma y corazón, y sin darse cuenta, ya estaban enamorados.
El tiempo pasó y su amor se fortaleció. Los años juntos parecían haber sido escritos por el destino. Sin embargo, había algo que Valeria desconocía… Carlos guardaba un secreto. Un peso que nunca se atrevió a compartir con ella: estaba enfermo. Una enfermedad determinada lo acechaba, pero él jamás le habló de ello. No quería preocuparla, no quería que su amor se viera empañado por la sombra del sufrimiento.
Un día, Carlos tomó una decisión. Quería pedirle matrimonio a Valeria, quería sellar ese amor que había crecido con el tiempo. La citó en el mismo árbol donde se conocieron, a las seis de la tarde.
Valeria llegó puntual, con el corazón latiendo fuerte. Esperó y esperó, viendo el reloj avanzar hasta que las manecillas marcaron las siete. Pero Carlos no llegó.
La decepción la invadió. Sus pensamientos se nublaron con dudas, con enojo, con tristeza. ¿La había abandonado? ¿Todo lo que vivieron juntos no significó nada? Sin una respuesta, decidió irse.
Al día siguiente, le envió un mensaje, pero no obtuvo respuesta. Insistió durante días, hasta que poco a poco, su dolor se transformó en resignación. Sintió que Carlos simplemente se había ido de su vida sin explicación, sin despedirse. Así que ella también decidió alejarse.
Pasó un año. Un año de silencio, de preguntas sin respuesta, de heridas que nunca cerraron del todo.
Hasta que una tarde, su teléfono vibró con un mensaje inesperado.
"Hola, Valeria. Te quiero informar que Carlos falleció hace un año. No te habíamos avisado porque hasta hoy logramos recuperar sus contraseñas."
El mundo se detuvo. Su cuerpo se estremeció. Sus manos temblaban al sostener el teléfono.
—No… No puede ser… —susurró con la voz quebrada.
Las lágrimas brotaron sin control. Todo ese tiempo, ella creyó que la había dejado. Que la había olvidado. Que había seguido con su vida sin ella. Y la verdad era que Carlos nunca se fue por decisión propia…
Se reunió con el hermano de Carlos en el mismo árbol donde él tenía planeado proponerle matrimonio. Lo miró con los ojos enrojecidos, con la angustia apretando su pecho.
—¿Por qué no me dijiste? —preguntó con la voz ahogada—. ¿No estabas con él ese día?
El hermano bajó la mirada antes de responder.
—Carlos me dijo que quería ir solo… que necesitaba hacerlo por su cuenta.
El peso de sus palabras cayó sobre Valeria como una tormenta. Regresó a casa devastada. Se tiró en la cama, sintiendo que el mundo entero se desmoronaba a su alrededor. Los recuerdos la golpearon sin piedad: la primera conversación en el parque, su primer beso, la vez que conoció a sus padres, las promesas de un futuro juntos.
El dolor la consumió. Cayó en un abismo de tristeza, de ansiedad, de culpa. Se encerró en su propia burbuja de sufrimiento, incapaz de levantarse de la cama.
Hasta que un día, en medio de su desorden, encontró una carta debajo de su cama.
Era de Carlos.
Con el corazón latiendo desbocado, la abrió con manos temblorosas y comenzó a leer.
"Sé que estás confundida. Lo siento. No pude despedirme de ti como hubiera querido. No sé cómo explicarte todo lo que pasó… solo quiero que sepas que te amé hasta mi último suspiro. Siempre fuiste y serás el amor de mi vida. No quiero que tu corazón se llene de tristeza por mí. Vive, sé feliz, encuentra la paz. No me recuerdes con dolor, sino con amor. Porque eso fue lo único que siempre quise para ti."
Las lágrimas volvieron a brotar, pero esta vez no solo eran de tristeza… eran de amor, de alivio, de comprensión.
Carlos, aun en su sufrimiento, había pensado en ella. La había amado hasta el final.
Y entonces, Valeria entendió.
Era momento de cerrar ese ciclo de dolor y abrazar los recuerdos con paz. No podía seguir atrapada en el sufrimiento. No podía permitir que la tristeza la consumiera.
Respiró hondo, sintió el peso de la carta entre sus manos y, por primera vez en mucho tiempo, permitió que una pequeña sonrisa apareciera en su rostro.
Porque Carlos nunca la había abandonado.
Siempre había estado con ella, en cada recuerdo, en cada latido de su corazón.
Y siempre lo estaría.
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